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La masculinidad como moneda de cambio: poder, deseo y mentiras que nos seguimos creyendo en el colectivo LGTBIQ

La masculinidad como moneda de cambio: poder, deseo y mentiras que nos seguimos creyendo en el colectivo

Hay cosas que, cuando las piensas en voz baja, duelen. Pero cuando las dices en alto, duelen más y aún así liberan. Una de ellas es esta: la masculinidad sigue organizando nuestras dinámicas internas. No es un fantasma externo. No es una presión heteronormativa que viene de “ellos”. Es algo que nos atraviesa a nosotres, que nos filtra entre nosotres y que, sin quererlo, seguimos perpetuando. Y eso, para una comunidad que se reivindica diversa, libre e incluso revolucionaria, incomoda más de lo que nos gusta admitir.

Dentro del colectivo, la masculinidad no es sólo una estética. Es un idioma, un código, una contraseña. Cuando alguien dice “masc”, está diciendo, sin querer, “soy un verdadero hombre”, “un macho inquebrantable”, y con ello está activando automáticamente un acceso VIP al deseo, al reconocimiento y a una atención que parece valer más. Lo sabemos porque lo vemos a diario. Los perfiles “masc” o “top” reciben más mensajes, los “discretos” se leen como “más serios”, los cuerpos musculados se perciben como éxito, la pluma se tolera pero se sigue juzgando, y lo femenino, incluso entre maricones, continúa siendo burla fácil. Nos cuesta admitirlo, pero es real. Dentro del colectivo LGTBIQ+, la masculinidad sigue siendo una divisa social.

Y esto se nota también en cómo vivimos y jerarquizamos los roles sexuales. Ahí es donde aparece una de nuestras grandes contradicciones. Decimos ser libres, modernos y abiertos, pero seguimos atrapados en roles dignos de los años 50. Ser activo se asocia a poder, control y “ser más hombre”. Ser pasivo se lee como vulnerabilidad, feminidad y, para muchos, tener menos valor. Como si el culo fuera degradante. Como si disfrutar fuese restar. Como si abrirte a alguien te hiciera menos hombre o menos válido. Y mientras tanto, muchísimos chicos viven su sexualidad interpretando un papel, no eligiendo desde el deseo real. Pasivos que se venden como versátiles para no “perder valor”. Activos que jamás se permiten cambiar de rol por miedo a lo que dirán. Gente que vive atrapada en un guión y no en su propio cuerpo. Chicos que piensan que ser penetrados los convierte en menos hombres. Y es que en nuestro colectivo, lamentablemente, el machismo sigue estando muy presente.

Aquí hay algo que casi nunca decimos en alto, pero está ocurriendo constantemente y lo vemos en espacios de salud sexual: cuando alguien no acepta su propio rol sexual, cuando no se permite desear lo que realmente desea, aparece el atajo que les hace liberarse. Muchos chicos consumen sustancias no para “sentir más”, sino para comportarse de formas, que sobrios, no se permiten. Drogas para ser más activos. Drogas para ser más pasivos. Drogas para realizar según qué prácticas sexuales. Drogas para encajar en un papel que les da miedo admitir. Drogas para huir del juicio que sienten incluso dentro de sí mismos. Drogas para que su homofobia interiorizada resuene menos. Esta fuga hacia delante, cuando se junta con inseguridades, roles rígidos y vergüenza, es terreno fértil para dinámicas de chemsex. No porque alguien busque necesariamente “sexo con drogas”, sino porque busca libertad, pero no se atreve a tenerla en estado sobrio. Y ahí también opera la masculinidad tóxica, cuando el mandato del rol te obliga a necesitar anestesia para poder ser tú.

La gran pregunta es ¿Por qué deseamos tanto lo masculino? ¿Qué parte es biológica, cuál cultural y cuál pura supervivencia emocional? Los estudios sobre erotización de la opresión explican que acabamos erotizando aquello que aprendimos que tenía poder. Y es lógico, si creciste escondiendo tu pluma, es fácil que te atraiga quien encarna lo que tú no te permitías. Si te hicieron sentir pequeño, buscas refugio en lo que socialmente se premia. Si te reprimieron, la masculinidad rígida puede convertirse en tu escudo emocional. Pero ese deseo aprendido tiene un precio alto, porque cuando deseas desde la herida, confundes atracción con validación, erotismo con autoestima y deseo con necesidad de aprobación. No es que lo masculino no pueda atraerte de verdad; el problema surge cuando solo te permites desear lo que encaja dentro del molde.

Todo esto acaba desgastando. La toxicidad no viene del músculo, ni de la barba, ni de que te guste el fútbol. Viene del guión que te obliga a no llorar, a no pedir ayuda, a no mostrar fragilidad, a no enseñar cariño sin que parezca “demasiado”. Finges tanto hacia fuera que, al final, te lo terminas creyendo. Y el coste emocional es enorme, chicos desconectados de sí mismos, hombres que creen que solo valen si cumplen un papel, relaciones donde nadie baja la guardia y sexo sin intimidad real. Una masculinidad rígida no te da poder. Te deja solo, tenso y en guerra contigo mismo.

Lo bonito, y lo valiente, es entender que la pluma, lo suave, lo femenino, todo eso que tantas veces se ridiculiza, no son debilidades. Son actos políticos. Ser tú mismo, en un mundo que premia lo contrario, es una forma de resistencia. Mover las manos, maquillarte, reír fuerte, bailar, expresarte, etc. es valentía pura. Porque aunque nos llenemos la boca con DIVERSIDAD, lo femenino sigue siendo lo más castigado. Y también lo más libre.

No se trata de abolir la masculinidad. No se trata de que nadie renuncie a ser masculino si así es feliz. Se trata de deshacer el pedestal. De que lo masculino no valga más. De que deje de ser un filtro, una máscara, un tótem, una divisa. Y que pase a ser lo que siempre debería haber sido: solo una posibilidad más entre muchas.

Sergio Cuho

Sergio Cuho es vicepresidente de la ONG Stop, técnico deportivo y activista por los derechos de las personas con VIH y del colectivo LGTBIAQ+. Graduado en Comunicación, combina experiencia personal, divulgación y acompañamiento comunitario para abordar temas como el chemsex, la salud sexual y la lucha contra el estigma.

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